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Nunca beses en los ojos a una puta

 
  Miguel Huezo Mixco

La primera vez que una serpiente ve una mangosta,
siente que es un encuentro fatal para ella
HENRI MICHAUX

Cuando la ví estábamos casi codo con codo debajo de la caseta de una parada de buses en la 25. Comenzaba otra vez a lloviznar, era de noche y, al menos así quiero recordarlo, el ambiente de la ciudad era de un permanente desasosiego. No iba sola sino con otra jovencita de su edad; putía, como ella. Ruleteras las dos. Me la quedé mirando. Consuelo lo sintió, porque volvió la cabeza y buscó mis ojos. Habían pasado, ya no sé, tres o cinco años desde la última vez que la dejé en el burdel. Los días en que la conocí, Consuelo era la amante de Ricardo Ramírez, y Ricardo Ramírez era un pintor alucinado. Una noche Ricardo me dijo: "Vamos al burdel, y te presentaré la puta más bella y tierna que haya visto". Subimos a un taxi y dimos de narices con la entrada del Tamoa. Escoltados por las muchachas pasamos al salón y pedimos cerveza. Ricardo se hizo humo y reapareció trayendo consigo a aquella putía blanca y menuda que se sentó con nosotros a beber y a meterle mano a Ricardo. Desde que la ví fue como un flechazo. La noche se hizo corta. No le podía quitar la mirada de encima. Era encantadora y, a su lado, Ricardo era nada más que un oscuro objeto del deseo. Juré que iba a volver. Antes del amanecer salí a buscar un taxi y volví solo a casa.
Regresé un año más tarde. Les dije a mis amigos, más por fanfarronear que por otra cosa: "vamos al burdel y les presentaré a la puta más linda y tierna que han conocido". Y fuimos.
La encontré aferrada al cuello de un hombre. Pero en el burdel, para mi suerte, las mujeres son como naipes. Le ofrecí al hombre un canje muy respetable: le cedía a la puta que me acompañaba a cambio de la suya. El tipo miró a ambas y se encogió de hombros: "es tuya", dijo.
Si uno quiere vivir cien años, nunca debe echarle el caballo a la mujer de un amigo, y mucho menos a su amante, así sea esta una puta. Pero para entonces creo que Ricardo ya había fallecido trágicamente. Además, yo no era tan supersticioso como ahora.
La noche fue estupenda. Me olvidé de mis amigos y ellos de mí. Bebí todas las cervezas que pude y a una hora equis subimos al cuarto de Consuelo. En mi bolsa todavía naufragaban algunos billetes. Pagué para quedarme con ella el resto de la noche. Era su dueño. En la cama, antes que nada, me pidió que nunca le besara el rostro en forma de cruz, mucho menos los ojos. Era su única condición. "Y seremos felices", me advirtió, riéndose con la inconfundible risa de una puta. Nos trenzamos a chupetes y canillazos, y cuando era casi de madrugada llegó Ana, la mujer con la que compartía la estrecha habitación de la segunda planta. Se voló toda la ropa con la misma pereza con la que una empleada de almacén se quita su uniforme después de un día de trabajo, y se metió con nosotros a la única cama. Semanas más tarde, Ana se convirtió en la madrina de nuestra "boda" -a la que asistieron las putas más queridas- y en mi sostén moral la noche en que decidí mirar a Consuelo como lo que era: una auténtica puta.
A partir de aquel día prácticamente me trasladé al burdel. Dormía allí tres o cuatro noches a la semana. Les pedía dinero prestado a las putas y ellas me decían el Choco; hasta pienso que algunas llegaron a sentirme simpatía. Pero mientras Consuelo y yo nos frotábamos como dos enamorados en las esquinas de aquel patético salón atascado de humo de cigarrillos y escupidas, había algo que se empeñaba en destrozar nuestro idilio. Este era Tamoa, el dueño del burdel: un homosexual que a simple vista podía pasar por un indiscutible culazo.

Mi encuentro con Tamoa se ajusta a aquella descripción que hace Henri Michaux de la naturaleza animal: "la primera vez que una serpiente ve una mangosta, siente que es un encuentro fatal para ella. En cuanto a la mangosta, no le hace falta reflexionar para detestar a la serpiente. La detesta y la devora a primera vista". La serpiente era yo; Tamoa, era la mangosta.
Cuando el marica se ponía a bailar, era la atracción del burdel. Las parejas dejaban de lamerse, los hombres y las mujeres acodados en la miserable barra volvían la cabeza al saloncito; todo mundo le miraba y aplaudía cada uno de sus giros de loca. La verdad es que, trasvestido e impúdico, mirarlo bailando era divino; pero yo no tenía ojos más que para mi puta, y Tamoa se iba a contornear frente a mi silla haciendo gestos y muzarañas que provocaban la risa del gentío. El mesero, un tipo de mirada estrábica, llegaba todo el tiempo a retirarme las botellas vacías. "Si querés estar aquí, tenés que consumir", me sentenciaba. Cuando había gastado mi salario, Consuelo pedía las cervezas y se las anotaban a su cuenta.
-Sos una pendeja- le decía el bizco.
Entonces urdimos la idea de la "boda". Llevé flores e invitamos a nuestras amigotas. Ana me prestó uno de sus anillos; a los acordes de una canción de Germain de la Fuente, nos casó la más parlanchina de todas. "Puta te doy, no esposa", me dijo riéndose después de preguntarnos si estábamos dispuestos a "mamarse hasta que la muerte os separe?". Y aquella mujer pequeña y pálida, me pasó la lengua por la cara llenándome las gafas de lápiz labial. Pedimos una caja de cervezas y nos la bebimos durante aquella noche, ante la mirada rencorosa de mi mangosta. Como toda historia que sea digna de recordarse, esta es una historia de locura; de locura y olvido; de locura, olvido y poesía. Yo vivía en mi propio panteón, al Iado de los malditos. Tocaba la gloria con las uñas de mis pies mientras bajaba al infierno a buscar papel higiénico para pasar la noche con mi putita. La pequeña Jeanne de Francia, la mía, viajando en el transiberiano, enloqueciendo los relojes, acostados en vagones repletos de contrabando y en taxis amarillos destripados rumbo a las pensiones del centro (y yo era un pobre poeta que no sabía ir hasta el fondo). Cuando habían pasado varias semanas de nuestro matrimonio, Consuelo me hizo la confidencia: estaba encantada, le gustaba andar conmigo por los almacenes, le fascinaba subirse a pasear en taxi mientras nos besábamos, pero en medio de todo, me dijo, yo había olvidado que era una puta. No me pidió que dejara de llegar, nada de eso, únicamente que la dejara trabajar y conseguir dinero, o Tamoa iba a correrla. Me partió un rayo. Y esa misma noche, cuando el burdel comenzó a llenarse de hombres, le dije: "mi amor, a trabajar". Se levantó a ponerle las manos al primero que vio. Lo envolvió como pudo, lo puso a beber y pronto cerró trato para subir a la segunda planta. Pasó a mi lado tocándome la boca con un dedo. "Ahora vengo", me susurró. Ana vino a mi lado con una cerveza. Hablaba conmigo mientras mi hombrecito se hacía trizas. Y eran los tijerazos de las piernas de Consuelo, allá arriba, los que me cortaban la lengua. Al rato bajaron. Me buscó los ojos. Se los entregué. "Sos lo máximo, mi amor", dijo riéndose. Me pidió un trago de mi botella y saltó de nuevo al salón. No hago largo el cuento: subió a otros cuatro, al final de lo cual Ana debía sostenerme cada vez que iba a echar una meada. Consuelo me llevó casi en brazos hasta la cama y allí, como se dice, "me sacó el diablo". Aquella iniciación se repitió por dos noches más en esa misma semana. Al final, creí que estaba curado, pero no. La tercera noche intenté tomar distancia, decidí no regresar al Tamoa. Fue imposible. Se me hacía polvo el alma al pensar que no iba a veda. No pude más y corrí a buscarla en la mitad de la noche. No estaba en el salón. Subí hasta su pieza y la encontré hincada, desnuda, blanca. Frente a ella, dos velas se habían inclinado hasta unirse en una sola llama y entre ambas estaba marcado un camino de esperma. "Sabía que ibas a venir", dijo con aquella risa divina, cínica e infantil. Me agarró un frío tremendo. Me llevó a la cama y, a tijerazos, me sacó el hielo de encima.
Pero el diablo no salió del todo. Esa madrugada, me dije, sería la última. No fue fácil, cada noche me despedazaba por correr hasta su lado, pero con cierta ayuda que busqué anhelante, conseguí por fin un poderoso amuleto que no voy a revelado. Así, la vida se echó a correr entre los dos con el vértigo que ya sabemos. Y luego el país, violento y odioso, me volvió su similar. En ese tránsito de fuego, llegó el instante en el que la mirada mía y la de Consuelo se volvieron a cruzar en una noche de lluvia. Me miró pero sin mirarme. Y en sus ojos encontré algún remoto mensaje, y ella en los míos la posible mirada, vagamente recordada, de uno de sus tantos hombres. Volvió sus ojos a la calle. Nunca dejes besarte los ojos por una puta. El diablo bailaba en el filo de mi alma.

FUENTE: Huezo Mixco, Miguel. (1999). La Perversión de la cultura. Artículos y ensayos. San Salvador, El Salvador: Arcoiris.

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